17.11.10

Un parell d'articles del Juan Carlos Moreno

Navegant per estos mares de Dios he trobat un parell d'articles del Juan Carlos Moreno Cabrera, aquell lingüista de la UAM que anava a la contra-corrent madrilenya pel que a llengües peninsulars es refereix, i del qual vaig parlar breument. Els he trobat a la web del diari Público, i són del 29 i del 4 de Juliol, respectivament - link. No tenen pèrdua, el segon analitza el famós Manifiesto por la Lengua Común.


Lenguas españolas

La expresión “lenguas españolas”, que aparece en el artículo tercero de la Constitución, es especialmente incómoda para el nacionalismo lingüístico español. Buena prueba de ello es el escrito que la Real Academia Española dirigió en 1978 a Hernández Gil, presidente de las Cortes, con la petición de que se añadiese a ese artículo la precisión de que el castellano es “la lengua española por antonomasia”. 30 años después, sigue viva esta idea de dotar al castellano de la dosis más alta posible de españolidad. El Manifiesto por la lengua común firmado, entre otros, por Fernando Savater y presentado públicamente en junio de 2008 insiste en que, si bien todas las lenguas de España son españolas, existe una asimetría a favor de una de ellas, el castellano, que cumple una serie de requisitos que la hacen la más española de todas las lenguas.

En la ideología del nacionalismo lingüístico español, el castellano ocupa por definición un lugar privilegiado, que no podría ser representado en ningún caso por las otras lenguas de España. Se puede reconocer que el catalán, gallego, euskera, asturiano o aragonés aportan riqueza y variedad a la españolidad, pero siempre en un plano secundario o anejo a la aportada por el castellano, que constituye para esta ideología, en su versión contemporánea, el capital más valioso y de mayor rentabilidad de que disponen los españoles tanto dentro de su propio país como fuera de él.

En el uso habitual de los términos y de espaldas al texto constitucional, cuando se habla del español se piensa inevitablemente en el castellano y no en las otras lenguas de España. No es una expresión ambigua, puesto que en el uso común se sigue la propuesta de la RAE: el castellano es la lengua española por antonomasia. Es perfectamente sabido que nuestra lengua tiene, como todos los idiomas que están muy extendidos por el mundo, muchas variedades tanto dentro como fuera de España. La ideología del nacionalismo lingüístico español se fundamenta sobre una selección de esas variedades para resaltar una como aquella que mantiene los valores más genuinos y puros de la españolidad: se trata de la variedad castellana. Hay que observar que, cuando se habla de español a secas, no se está pensando habitualmente en las variedades lingüísticas andaluzas, o en las de Extremadura, Murcia o las Islas Canarias, sino que se piensa en el español peninsular estándar, que no es otra cosa que una versión culta del castellano moderno. Nadie duda de que Andalucía, Extremadura o las Islas Canarias pertenecen en igualdad de condiciones a la nación española, pero pocos niegan que el paradigma de la lengua española sea el estándar basado en la lengua de Castilla, excluyendo las variedades andaluzas o canarias, tan dignas, ricas y perfectas como pueda serlo la variedad lingüística castellana. Por tanto, existe una asimetría en el concepto de lengua española ya dentro de las propias variedades del castellano, que casi nadie pone hoy en día en tela de juicio.

Respecto de las demás lenguas de España, esta asimetría se ve con claridad cuando caemos en la cuenta de que el uso que se le da al adjetivo español para hacer referencia a las lenguas de España no se corresponde con un uso similar de los adjetivos de las otras nacionalidades de España. En efecto, por un lado, se dice que el catalán, gallego o euskera son lenguas españolas y esto podría ser admitido, aunque de mala gana y con las reservas ya vistas, por la ideología del nacionalismo lingüístico español. Pero, por otro lado, nos resultaría cuando menos chocante decir que, dado que el castellano es lengua de Cataluña, de Galicia y del País Vasco, entonces el castellano es una lengua catalana, gallega y vasca a la vez. Eso significaría que, por ejemplo, en Cataluña se hablan, entre muchas otras hoy en día, dos lenguas a la vez españolas y catalanas (castellano y catalán).

Por consiguiente, no parece aconsejable seguir la vía denominativa constitucional y definir como españolas todas las lenguas de España. No lo es porque la ideología del nacionalismo lingüístico español, que sigue siendo dominante en nuestro país, solo acepta esto si el castellano es concebido como la lengua española por antonomasia, lo cual deja a las demás lenguas españolas en un nivel secundario o anejo. No lo es, porque si queremos tratar a todas las nacionalidades del Estado español como iguales en el uso del adjetivo que denota su nación, tendríamos que decir que el castellano es a la vez una lengua catalana, gallega y vasca, lo cual no tiene justificación lingüística.

Mucho más sensato y más igualitario es afirmar que el catalán, gallego, euskera, asturiano y aragonés son lenguas de España. Al menos en el caso de las tres primeras, podemos decir también que son los idiomas característicos de sus respectivas naciones. Igual que se reconoce que el castellano o español es uno de los elementos fundamentales que define la nación española, no veo objeción alguna para reconocer que el catalán es uno de los constituyentes definitorios de la nación catalana y que este idioma es la lengua catalana por antonomasia, no el castellano; de modo análogo ha de razonarse respecto del gallego y el euskera. Pero este tratamiento lingüístico más equilibrado solo cabría en un modelo de Estado federal de tipo plurinacional, que reconozca las diversas naciones históricas que componen España en la actualidad y su derecho a decidir cómo desean relacionarse con ese Estado. Muchos de los problemas del bilingüismo son, en realidad, políticos, aunque se intenten disimular u ocultar con expresiones y conceptos lingüísticos.


Un manifiesto nacionalista


El manifiesto por la lengua común presentado el pasado mes de junio en Madrid comienza con la siguiente afirmación: “Todas las lenguas oficiales en el Estado son igualmente españolas […] sólo una de ellas es común a todos […] por tanto sólo una de ellas –el castellano– goza del deber constitucional de ser conocida”. Este enunciado contiene una contradicción que recorre de arriba abajo todo el manifiesto. Consiste en afirmar, por un lado, que todas las lenguas oficiales son igualmente españolas y, por otro, que sólo una de ellas goza del deber constitucional de ser conocida. Es decir, no todas las lenguas oficiales son igualmente españolas: una es mucho más española que las demás. No sólo esto; es que además se contradice de forma palmaria el segundo punto del comunicado. En efecto, a continuación se dice que “son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas”. Si esto es así, entonces no debería haberse dicho en el punto primero que el castellano goza del deber constitucional de ser conocido, porque las lenguas no gozan de derecho o deber alguno. Aquí se percibe de forma cristalina el nacionalismo lingüístico castellanista imperante en el manifiesto: sólo son las demás lenguas españolas las que carecen de derechos; el castellano tiene todos los derechos del mundo.

Pero ¿sólo las personas individuales tienen derechos y deberes? Que se sepa, existe una entidad política denominada España, con un territorio bien definido y en el que hay una lengua oficial denominada español. Esa entidad se define, entre otras cosas, mediante el derecho a usar esa lengua en todo el territorio del Estado y en todos los organismos oficiales. ¿No está asociada España a derechos lingüísticos y territoriales? ¿No ha ejercido en más de una ocasión España, a través de sus representantes, el derecho a que el español sea reconocido en la Unión Europea como lengua oficial que es de un estado miembro?

En el punto tercero se dice “en las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua co oficial. Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta”. Conocer la lengua oficial del Estado no es un deseo encomiable, sino un imperativo legal. Por eso, quienes trabajan en las instituciones del Estado están obligados a usar el castellano. Pues bien, si el catalán es oficial en Cataluña, quienes ejercen sus funciones en las instituciones catalanas deberían igualmente estar obligados a usar el catalán. Esta obligación está legalmente legitimada por el hecho de que el catalán es lengua oficial. Es una incoherencia evidente exigir que en Cataluña se hable y escriba en castellano porque es lengua oficial y no hacer lo mismo respecto del catalán, la otra lengua oficial o ¿es que la primera es más oficial que la segunda?

En el punto cuarto se afirma que el hecho de que las lenguas de las comunidades autónomas hayan dejado de estar prohibidas o restringidas es suficiente para el pleno cumplimento del apartado tres del artículo tercero de la Constitución. Pero lo que dice la ley es que las lenguas nacionales de las comunidades autónomas son oficiales y, por tanto, exigir esas lenguas a sus ciudadanos no es acto de discriminación respecto de la otra lengua oficial, el castellano. Lo que sí es un acto de discriminación es no exigir a todos los ciudadanos de las Comunidades sus lenguas nacionales, como lenguas oficiales de pleno derecho que son, o que deberían ser.

A continuación, se hace una serie de solicitudes al Parlamento español. La segunda de ellas consiste en la petición de que “las lenguas cooficiales autonómicas deben figurar en los planes de estudio […] pero nunca como lengua vehicular exclusiva”. Esto equivale a pedir, por ejemplo, que en Cataluña ha de exigirse por ley que no se enseñe en catalán. Pero ¿cómo se puede conciliar esto con la idea de que el catalán es lengua oficial de Cataluña? Creo que no hay manera sensata de hacerlo.
En el punto tercero se insiste en la idea de que no todos los funcionarios de las comunidades cutónomas tienen que conocer la lengua oficial de su comunidad. Esto vuelve a entrar en contradicción con su carácter oficial. ¿Es posible ser funcionario de la Administración del Estado sin conocer el español? Si esto no es posible ¿por qué habría de serlo que un funcionario de la Generalitat no sepa catalán?

En conclusión, lo que parece pedirse en este manifiesto es que las lenguas de las diversas comunidades cutónomas dejen de ser de facto oficiales en ellas para volver a una situación en la que el castellano sea la única lengua realmente oficial en todo el territorio del Estado español.

Estamos, pues, ante un manifiesto a favor de la supremacía y dominio absolutos de la lengua española sobre todos los demás idiomas de España. Por esa razón, es un claro exponente de la ideología del nacionalismo lingüístico español en una de sus formas más radicales y megalómanas. Según esta ideología, el español, lengua oficial del Estado, es superior en algunos aspectos a la práctica totalidad de las lenguas del mundo. En el preámbulo del manifiesto se menciona que sólo hay dos lenguas con mayor pujanza que el español (el chino y el inglés) y que esta lengua se asocia por derecho propio a la comunicación democrática y a los derechos educativos y cívicos. Con premisas como estas no es de extrañar la actitud altanera e intolerante que informa el manifiesto en todos sus puntos.



Juan Carlos Moreno Cabrera es catedrático de Lingüística General en la UAM y autor de El nacionalismo lingüístico. Una ideología destructiva







Fvscvs Dominvs



Scriptvm factvm XV kalendas decembrii anno MM CC VII ab Rebellione Hiberibvs

Leer con luz de luna

Tot i que els articles surten els diumenges al complement de l'ABC "XL Semanal", i els dilluns a la web personal de l'Arturo Pérez-Reverte, per anar posant algo al bloc cada setmana aniré posant aquí els articles cada setmaneta i els comentaré segons em sembli. Ho faig perquè crec que és un bon escriptor, i perquè sé que diu moltes coses amb les quals discrepo, però com tot a la vida, podria coincidir amb moltes altres. No podré oblidar mai el que pot significar per al heavy metal que ell publiqués aquell famós article titulat Corsés góticos y cascos de walkiria en què reconeixia al heavy metal un paper molt més enllà del que sembla tenir, i molt més important que el mer entreteniment musical.

L'últim es diu Leer con luz de luna - link a l'article - i tracta sobre el tema dels e-books. I subscric el que diu ratlla per ratlla. És a dir, l'e-book pot ser una excel·lent eina per tenir molts textos accessibles al mateix lloc, poder-los consultar i eventualment llegir alguna novel·la. Però sota cap cas haurà de suplantar el llibre de paper, el clàssic, doncs l'e-book, asèptic i impersonal, priva al lector de tot all
ò que sí transmet un llibre de veritat. Com ell diu, la Literatura no es pot encabir a un aparell.




Leer con luz de luna (15-11-2010)


Hace tiempo que me preguntan por el libro electrónico. Qué opino y cómo veo el futuro, la desaparición del papel, los formatos clásicos y demás. Siempre respondo lo mismo: me da igual, porque yo escribo lo que va dentro. Mi trabajo es ocuparme del contenido: contar historias y que la gente las lea. Del soporte se ocupan otros. Editores y gente así. Y, por supuesto, los lectores que recurren al medio que estiman conveniente. Estoy convencido de que, en un mundo razonable, la oposición entre libro de papel y libro electrónico no debería plantearse nunca. Lo ideal es que el segundo complemente al primero, llevándolo donde aquél no puede llegar. Como herramienta eficaz de trabajo, por ejemplo. O facilitando el acceso a asuntos menos afortunados en librerías convencionales: teatro, poesía, autores sin respaldo editorial, literatura bloguera, descargas y otros experimentos interesantes que el concepto clásico no favorece demasiado. Pero no es eso lo que se plantea. Al hablar de libro de papel y libro electrónico, lo usual es oponerlos. Obligarte a elegir, como siempre. O conmigo o contra mí. Y no es ésa la cuestión. Creo. El libro electrónico es práctico y divertido. Hace posible viajar con cientos de libros encima, trabajar consultándolos con facilidad, aumentar el cuerpo de letra o leer sin otra luz que la propia pantalla. Incluso los hay con ruido de pasar páginas cuando se va de una a otra «lo que no deja de ser una simpática gilipollez».

Además, mientras lees puedes zapear a tu correo electrónico, escuchar música, ver imágenes y cosas así. Todo muy salpicadito, multimedia. Cuando lees, por ejemplo, «Tienen, por eso no lloran / de plomo las calaveras», puedes ilustrarlo con la foto de guardias civiles que hizo Robert Capa, escuchar a Estopa, ver cómo va el Barça-Osasuna y mandar un emilio a tu churri anunciando que le vas a sorber el tuétano. Y ahí surge uno de los problemas. No con la churri, ni con García Lorca. Ni siquiera con la Guardia Civil. Surge cuando, en vez del Romancero gitano, lo que trajinas es el Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián, Lord Jim o La Regenta. Entonces la atención necesaria se puede desparramar un poquito. Entre otras cosas. Porque leer no tiene nada que ver con eso. Me refiero a leer de verdad, en comunión estrecha con algo que educa tu espíritu, que te hace mejor y consciente de ti mismo. Que aporta lucidez, multiplica vidas, consuela del dolor, la soledad y el desamparo, aclara la compleja y turbia condición humana. Leer así requiere tiempo, serenidad concentrada, ritual. Cuando estás en ello, ni siquiera las bombas son capaces de romper el vínculo mágico. No hay comandante de avión que obligue a apagarlo para el aterrizaje, ni batería que te deje a medias; y si se funden los plomos, o como se diga ahora, el verdadero lector es capaz de seguir haciéndolo a la luz de una vela, de un encendedor, o a la luz de la luna llena reflejada en la arena de un desierto. Puestos a setas o a Rolex, aún hay más. He dicho que libro de papel y libro electrónico deberían ser complementarios; pero si me obligan a elegir, diré alto y claro que no hay color. Y que, llegado a ese extremo, la pantalla portátil me la refafinfla.

Estoy harto de toparme con pantallas en todas partes, hasta en el bolsillo, y me niego a transformar mi biblioteca en un cibercafé. Con un libro electrónico, sea El Gatopardo o El perro de los Baskerville, no puedo anotar en sus márgenes, subrayar a lápiz, sobarlo con el uso, hacerlo envejecer a mi lado y entre mis manos, al ritmo de mi propia vida. No hay cuestas de Moyano, ni buquinistas del Sena, ni librerías como las de Luis Bardón, Guillermo Blázquez o Michele Polak donde los libros electrónicos puedan ocupar sus venerables estantes y cajones. Nada decora como un buen y viejo libro una casa, o una vida. Ninguna pantalla táctil huele como un Tofiño, un Laborde o un Quijote de la Academia, ni tampoco como un Tintín, un Astérix o un Corto Maltés al abrirlos por primera vez. Ninguna conserva la arena de la playa o la mancha de sangre que permiten evocar, años después, un momento de felicidad o un momento de horror que jalonaron tu vida. Y déjenme añadir algo. Si los libros de papel, bolsillo incluido, han de acabar siendo patrimonio exclusivo de una casta lectora mal vista por elitista y bibliófila, reivindico sin complejos el privilegio de pertenecer a ella. Que se mueran los feos. Y los tontos. Tengo casi treinta mil libros en casa; suficientes para resistir hasta la última bala. Quien crea que esa trinchera extraordinaria, su confortable compañía, la felicidad inmensa de acariciar lomos de piel o cartoné y hojear páginas de papel, pueden sustituirse por un chisme de plástico con un millón de libros electrónicos dentro, no tiene ni puta idea. Ni de qué es un lector, ni de qué es un libro.








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